El ingeniero del MIT que vive como un amish
Eric Brende recuerda perfectamente el momento en que se plantaron en su cerebro las “semillas de su descontento” hacia la tecnología. Él era adolescente y su padre, médico, tenía uno de los primeros procesadores de textos, en los que escribía artículos científicos. “La máquina era gigante”, recuerda Brende. “Era como una enorme caja fuerte, y él empleaba muchísimo tiempo en hacerla funcionar. Se suponía que tenía que ayudarle a ganar tiempo, pero no lo hacía. Y toda la atención de mi padre estaba dedicada a esta máquina en lugar de su familia”, explica.